lunes, 10 de diciembre de 2007

Jóvenes poetas. [por J.J. Armas Marcelo]

Una tenida vespertina en el Café Central con jóvenes y todavía anónimos poetas me despierta del ronroneo otoñal de Madrid. Primero, advertencia: «No estamos aquí, hablando contigo», me dicen con pulcritud, «para que nos nombres en tu próxima intemperie». Segundo, aviso: «Aquí no nos lee nadie. Como en todos lados, un padrino vale un potosí, pero si lo eliges mal, todo lo que escribes no tiene destino decente...». Les pregunto qué leen, cuántas horas dedican a la lectura, echo mano de Cortázar, que terminó creyendo en la teoría foquista de Ernesto Guevara, también en literatura: hay que escribir una, dos, tres, cientos de veces el mismo poema, el mismo cuento. Hay que leer una, dos, tres, cientos de veces el mismo relato para que se haga carne de palabra cada palabra. «Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas», dije de repente, y nadie, ninguno de los jóvenes poetas de la tenida del Central, dijo que el autor del verso fuera el de Coplas a la muerte de su padre, como he visto escrito hace unos meses en un artículo de un profesor universitario. Lo que venía a decirles a los jóvenes poetas, con cierta crueldad intelectual, es que el que quiera lapas debe mojarse el culo. Hasta más arriba de la cintura, si fuera preciso.

Cargan sobre «la situación» y «los situados». Nada que objetar al poeta Gelman, me dicen uno detrás de otro, pero sí a los métodos que se han vuelto tradición vergonzosa para acceder al supuesto Nobel español. Citan a Jiménez Lozano, al propio Gamoneda (nada que objetar a su poesía, tampoco), a Gelman, ahora. Dicen que dos meses antes de que otorgaran el Cervantes, todos los barrios de la literatura española, incluso los extramuros lejanos a la influyente hojarasca de las diferentes jarcas poéticas, sabían (cierto, sabíamos) que el gran galardón sería para el poeta Juan Gelman. ¿Mueve alguien desde el poder político el Premio Cervantes?, les pregunto. Y todos al unísono confirman la sospecha de todos. «Van a cambiarlo todo...», les digo, como si mis palabras fueran un anzuelo. «Parece mentira que digas eso», me contesta el más hiriente del grupo, «precisamente tú, que te las das de experto en Lampedusa».

Trato de cambiar de tercio hasta casi conseguirlo: la cuestión (ya lo escribí en otros lugares) es leer o no leer. La primera actividad cotidiana de un escritor, o de alguien (mujer o varón, homo o hetero) que quiere ser escritor, es leer. No sólo releer a los clásicos, viejos o contemporáneos, sino leer a los nuevos, leer hasta encontrar las vetas de oro que hay escondidas en el estercolero de piedra y silencio de las grandes mediocridades que manejan los titulares y los espacios mediáticos. El Informe PISA 2006 (de la OCDE) nos aplasta, les digo. Y añado las cifras. Otra vez ganan las mujeres. No sólo el machismo tradicional dice que las mujeres que leen son peligrosas, y mucho más las que leen y escriben, pero la gran referencia de las editoriales en sus negocios y en su definición final son, casi siempre, las lectoras, especímenes que se han escapado del ruido y la furia del día a día robando horas para leer. Como si fuera un ejercicio clandestino, una suerte de pecado mortal que se comete para reincidir una y otra vez sin arrepentimiento, hasta que se transforma en una costumbre indisimulada que acompaña a algunas mujeres que conozco y con las que no es conveniente enfrentarse. Obvio es que no incluyo en la lista de mis inteligentes y «peligrosas» interlocutoras a Madame Vinagre, que sigue largando piedras sobre su propio tejado de zinc caliente, como las gatas viudas.

Les propongo a los jóvenes poetas el ejercicio mayor de la lectura: no leer nada que no nos ofrezca resistencia; no leer nada que no nos exija un duelo constante con cada línea leída; no leer nada fácil, saltar del «ilegible» Lezama Lima a su antecedente mayor, Góngora. Y quedarse ahí un rato: hasta que nos guste lo que todavía no comprendemos; entrar poco a poco en el misterio de la lectura, les digo, es entrar con la lentitud conveniente en la escritura. Si no, no vale la pena que sigan en el vicio. Escribir, ya deben saberlo, es leer despacio.

lunes, 3 de diciembre de 2007

Poco y demasiado. [por José Luis García Martín]

Para conmemorar los ochenta años del año que dio nombre a la generación más famosa de la poesía española, El maquinista de la generación -una revista que parece más para mirar que para leer, aunque siempre publica cosas interesantes- invita a los poetas jóvenes a hacer balance.

El balance es desolador. Abundan quienes no han hecho los deberes y se bastan con vagos recuerdos de estudiantes poco estudiosos. Camilo de Ory expone «de manera suscinta mas no obstante detallada y de forma rigurosa» las razones por las que tuvieron «tan súbito aunque sin embargo duradero éxito» los poetas del 27: la mayoría eran «obscenamente ricos» (cita, entre otros, a Cernuda y Altolaguirre); buena parte de ellos «eran homosexuales e incapaces por completo de disimularlo» (cita, además de a Aleixandre, a Gerardo Diego que, si lo era, lo disimuló tan bien que ni él mismo se enteró); la muerte de algunos «contribuyó de manera decisiva a que alcanzaran el estatus de mito que hoy disfrutan» (lo ejemplifica con Hinojosa).

María Eloy-García comienza comparando a Guillermo de Torre con Picasso («porque ambos me parecen unos artistas cuya revolución reside más en la técnica que en la estética desde mi punto de vista») y luego trata de ampliar la nómina: «¿Pueden ser Rogelio Buendía, Eugenio Montes, Pedro Raída, Eliodoro Puche o César A. Comet poetas de la Generación del 27? Si lo son por edad y por apuesta contemporánea ¿por qué no se les reconoce? ¿es una cuestión de calidad?» (Por supuesto, María).
Para David Leo García, Aleixandre «no es solo el mejor poeta del 27, sino el mayor de España en el pasado siglo, solo seguido de cerca por Juan Ramón y Claudio». ¿Qué le hace destacar? «Crear una atmósfera arrebatadora» con palabras como "la conjunción ?no?, consecuencia de la continua presencia de la negación en la vida de Vicente». Y cita el verso: «ese aire que no mueve unas hojas no verdes». Lo de menos es que considere conjunción al adverbio «no».

Andrés Neuman recurre al ingenio y nos ofrece «27 caprichos sobre el 27»: «Como poeta, a Gerardo Diego le interesaban la mística y los chismes. ¿Cómo negarle la universalidad?» Pues la mística le interesaba más a Prados, los chismes a Salinas (léanse sus cartas) y la universalidad al único al que nadie se la niega es a Lorca. Poco dicen del 27 -con raras excepciones- estos jóvenes poetas y mucho sobre sí mismos. Demasiado.