viernes, 23 de noviembre de 2007

ROBERT DESNOS

M i pluma es un ala y sin cesar cada palabra, sostenida por ella y por la sombra que proyecta en el papel, se precipita hacia la catástrofe o hacia la apoteosis.

Acabo de hablar del fenómeno mágico de la escritura en tanto que manifestación orgánica y óptica de lo maravilloso. En lo referente a la química, a la alquimia de esta caligrafía cuya belleza ha sido reconocida por algunos, y desde ese exclusivo punto de vista caligráfico (insisto en caligráfico y lo siento por el pleonasmo si lo hay), aconsejo a los calculadores acostumbrados al juego de los átomos que enumeren las gotas de agua oculares a través de las que han pasado para volver bajo una forma plástica a confrontarse con mi memoria, que cuenten las gotas de sangre o los fragmentos de gotas de sangre consumidos en esta escritura.
Robert Desnos
¡La libertad o el amor!
(maravilloso)

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Estatuas de Jardín

Era un hombre sabio y vivía en el jardín más hermoso del mundo pero no era un hombre feliz. Vivía en el temor constante de que alguien le atacase y destruyera el jardín que con tanto esfuerzo había cultivado.

Para evitarlo construyó un muro de piedra y se recluyó en el. Durante años vivió en una pequeña casita a orillas de un estanque, cuidando las plantas, estudiando alquimia y observando las estrellas.

Con el paso del tiempo el sabio del jardín empezó a sentirse solo y se planteaba día tras día buscar compañía. Alguna vez que intentó salir del jardín no pudo pasar de la puerta, no sabemos si por el miedo o por la costumbre, pero a los pocos metros de la entrada las piernas le temblaban, las fuerzas se desvanecían, la vista se le nublaba. Solo cuando conseguía retroceder un poco empezaba a sentirse algo mejor.

Un día sustituyó la alquimia por la escultura y en unos meses el jardín se lleno de estatuas. Blancas estatuas de mármol, grandes y pequeñas; ninfas, faunos y querubines se escondían en los rincones más hermosos; ciento de figuras de hombres y mujeres en actitudes diversas según su ubicación, algunas labraban la tierra, otras olían las flores, otras, sus favoritas con ropajes de soldados franqueaban la puerta a una distancia prudente. Perfeccionó de tal modo su arte que cuentan que un tal Miguel Ángel lloró de envidia e impotencia un día que visito el lugar años más tarde.

Aún así el hombre sabio no estaba satisfecho. Las estatuas aunque hermosas son frías

y guardan un sepulcral silencio. En resumen son aburridas.

Sin abandonar su empeño de tener compañía sustituyó la escultura por la mecánica. Con el mismo tesón de siempre diseñó y construyó marionetas accionadas por mecanismos cada vez más complejos. Programó algunas de estás marionetas para que le ayudasen en las tareas del jardín. Otras conocían las reglas del ajedrez, el go y juegos ancestrales como el backgammon. Algunas incluso eran capaces de ejecutar música en sencillos instrumentos.

Pero las marionetas aunque divertidas no eran capaz de provocar ningún estimulo intelectual ni emocional en el pobre sabio del jardín.

Así que un buen día desempolvó sus libros de alquimia y aplicando todo su saber y todo su arte fabricó la marioneta más hermosa jamás construida, le dio cuerpo de mujer y la dotó de un cerebro artificial tan perfecto como el de un ser humano. La llamó Lluvia porque como la lluvia que traen las nubes hace florecer su jardín, ella había hecho florecer cierto atisbo de esperanza en su corazón.

Y no se equivocó. Su vida cambió por completo. Por las mañanas paseaban por el jardín y le mostraba el nombre de las plantas y como había que hacer para cuidarlas. Por las tardes, en el taller, le enseñaba ciencia y literatura y por las noches, observando las estrellas le leía libros de filosofía.

Lluvia se adaptó con sutil facilidad a la vida en el jardín. Aprendió a moverse por sus rincones, reconocía cada una de las estatuas y llamaba hermanos a las demás marionetas, que nunca le contestaban por carecer de voz y modales. Llena de sorpresas, Lluvia aprendió también a cantar y a bailar sin que nadie le enseñara cómo, bajo sus cuidado las flores crecían con colores desconocidos y una nube de mariquitas la seguía allá donde fuese. Solo una nota disonante rompía la armonía de este idílico cuadro, el inexpresivo rostro de la muñeca, incapaz en principio de reflejar emoción en nada de lo que hace. Aunque el viejo alquimista no parecía darse cuenta de ello.

Un buen día ocurrió lo que tenía que ocurrir, el hombre sabio al despertar miró a Lluvia mientras esta se bañaba en estanque y descubrió que se había enamorado de ella. No era algo que hubiese buscado, el solo pretendía tener alguien con quien compartir su vida, no anhelaba el amor. Ella era tan solo una marioneta. Sabía que tan solo cambiando la programación de Lluvia ella actuaría como si estuviese enamorado de él. Pero eso no le bastaba, necesitaba que ella le amase realmente.

Para esto intentó humanizarla por todos los medios posibles.

Cierta mañana que estaban juntos observando el amanecer dando un suspiro el sabio le dijo a Lluvia -¿No es bonito este espectáculo?, ¿No es maravilloso lo que la naturaleza puede ofrecernos?-. Lluvia le respondió tras pensárselo unos minutos -Me has dado un cerebro humano con el que puedo entender ciencia y filosofía pero mis ojos son dos bolas de cristal incapaces de captar la belleza de las cosas.

El alquimista al escuchar aquello en un alarde de amor se sacó sus propios ojos y se los puso a Lluvia para que viera la autentica belleza del mundo.

Días más tarde, por la noche mientras observaban las estrellas el sabio le dijo -¿No sientes la brisa que baja de la montaña cargada de aromas y del aliento de la madre naturaleza?-. La marioneta tras meditarlo un momento le contestó -Mi cerebro me permite entender el proceso por el cual se genera el viento, pero mi piel es sintética y mi nariz un trozo de madera. Con ellas no puedo sentir lo que dices.

Desalentado por aquellas palabras el sabio buscó algo de esperanza y arrancándose la piel se la injertó a la marioneta para que sintiera la vitalidad que emanaba de la naturaleza.

Pensando que todo aquello sería suficiente el viejo alquimista se atrevió a declararle su amor abiertamente. A la manera clásica, de rodillas bajo la luz de la luna le recitó bellos poemas de amor.

Lluvia después de mirarlo detenidamente unos instantes le dijo -Mi cerebro puede entender la métrica y la rima de la poesía que acabo de escuchar. Pero mi corazón es un artilugio metálico incapaz de comprender lo que es el amor.

Completamente desesperado pero consciente de todo lo que iba a perder el pobre hombre del jardín decidió arrancarse el corazón para entregárselo al ser que amaba. Sabedor que a partir de ese día sería incapaz de amar se convenció pensando que sería capaz de vivir tan solo con los fríos recuerdos de un amor enajenado.

Cuando al final le colocó su corazón a la marioneta casi por inercia le preguntó -Y ahora, ¿me amas?- Lluvia esta vez sin pensárselo contestó -Ahora tengo un corazón de verdad pero dime ¿cómo voy a amar a alguien que a su vez es incapaz de amarme a mi?

Dicho esto la marioneta atravesó los muros que rodeaban al jardín y nunca más volvió.

Desde aquel día el hombre sabio pasa las mañanas, las tardes y las noches mirando el horizonte desde un hermoso jardín que no puede admirar, esperando alguien a quien no ama y no amará jamás.



lunes, 19 de noviembre de 2007

Dedicado a... [por Jesús Marchamalo]

Aunque para buena parte de los lectores pueda pasar inadvertido, muchos de los libros que leemos están dedicados a alguien. ¿Qué esconden las dedicatorias? ¿Qué las motiva? ¿Quiénes están detrás de los nombres a los que los autores dedican sus obras?

«En general, mis dedicatorias son recuerdos a algún amigo fallecido, o bien una muestra de agradecimiento a alguna persona sin cuya contribución el libro no habría salido, o habría sido mucho más difícil -afirma Manuel Longares, que dedicó La novela del corsé a Vicente Verdú, Operación Primavera a Ricardo Cid Cañaveral y Romanticismo a Marcos-. Normalmente, dedico sin más historia. La persona a quien se lo dedicas y el autor saben por qué es, y es algo en lo que no deben intervenir terceras personas. Mi última novela, por ejemplo, se la dedico a Marcos, sencillamente. Ni siquiera digo que es mi hijo.»

Es difícil, incluso para los escritores, explicar por qué un libro está o no dedicado. Se apela a razones sentimentales, de agradecimiento o de reconocimiento. Aun así, hay grandes obras de la literatura que no tienen dedicatoria: Ulises, de Joyce; La metamorfosis, de Kafka; Muerte en Venecia, de Mann... Pero hay otras muchas que sí, y que permiten conocer datos sobre el autor, el destinatario, y sobre la propia obra. Proust, por ejemplo, dedica Por el camino de Swann al periodista francés Gaston Calmette, director de Le Figaro, asesinado por la mujer de un ministro contra el que el periódico dirigió una dura campaña, y del que amenazó con publicar una carta comprometedora. Gabriel García Márquez dedicó la edición española de Cien años de soledad a «Jomí García Ascot y María Luisa Elío», amigos que lo visitaron con frecuencia en México mientras escribía, junto al matrimonio Mutis, a quienes dedicó la edición francesa: «Pour Carmen et Álvaro Mutis».

¿Quién será? «Personalmente, me gustan mucho las dedicatorias en las que figura solamente un nombre -admite Lola Beccaria, que tiene cuatro novelas publicadas, dos dedicadas y otras dos no-. Los nombres hacen que se desate la imaginación. Te preguntas quién será esa persona, ¿una pareja? ¿un compañero? E intentas imaginar una historia completa, construirla a raíz de ese nombre. La dedicatoria es, en muchos casos, la única huella del autor, como persona, que hay en el libro. Y aunque es muy tentador construir una frase bonita, me parece un artificio, porque ahí no eres un escritor, sino una persona.» Entre las dedicatorias de Beccaria: «A mis padres», en La luna en Jorge, o «Para Carmen. Para Emejota», en Mariposas en la nieve.

En general, los destinatarios de las dedicatorias suelen ser personas cercanas al escritor: padres, hermanos, parejas y también maestros y amigos, a quienes se hace llegar un mensaje de gratitud o afecto. Muchos de estos mensajes se expresan con alguna clave que tiene que ver con la propia obra. Así, Antonio Orejudo dedicó Ventajas de viajar en tren a su mujer y a sus hijos, casi recién nacidos, con un juego relacionado con el título «A Elena, Jorge y Paula, largos recorridos». «Creo que las personas aprecian las dedicatorias como una muestra de afecto o de cariño, y por eso transijo, pero ya que es algo ñoño de por sí, prefiero ser austero y sobrio», explica.

«A mis enemigos». Hay casos en los que los dedicatarios son eliminados o sustituidos. Ocurrió con El manuscrito carmesí, de Antonio Gala. En la primera edición, de 1990, se lee: «A C. sin cuya contradictoria ayuda no se habría escrito este libro», dedicatoria que es eliminada a partir de la séptima edición. También desapareció del libro de Jardiel Poncela Espérame en Siberia, vida mía la dedicatoria a su hermana y a su hija, con las que al parecer el autor se enemistó. Y Cela cambió la de La familia de Pascual Duarte, originariamente dedicada al dramaturgo Víctor Ruiz Iriarte, por otra mucho más acorde con su personalidad: «Dedico este libro a mis enemigos, que tanto me han ayudado en mi carrera».

«Seguramente, una de las más célebres dedicatorias de la filosofía del siglo XX sea la de Ser y tiempo, de Heidegger -señala el ensayista Javier Gomá-. Decía: "A Edmund Husserl, con admiración y amistad". Husserl fue su maestro y quien le apoyó para que, a su jubilación, ocupara su cátedra. En 1941, miembro Heidegger del partido nazi, y sometido Husserl a depuración por su condición de judío, Heidegger hace desaparecer la dedicatoria en la quinta edición de su libro, en lo que es una clara rendición del filósofo ante la Historia.»

En el otro extremo están quienes no sólo no eliminan a nadie de las dedicatorias, sino que las amplían. Ocurrió con el propio Gomá. Su libro Imitación y experiencia apareció dedicado en la primera edición a su mujer y a sus hijos, dedicatoria que en la edición de bolsillo fue ampliada a su hija Casilda, que había nacido entre tanto. También lo hizo Cela en El bonito crimen del carabinero, publicado en 1947, y que fue ampliando en sucesivas ediciones, de modo que es necesario consultarlas todas para conocer cómo evoluciona.

Misteriosas iniciales. «Es cierto que muchas veces la dedicatoria contiene alguna clave, algún mensaje cifrado que los lectores no somos capaces de entender -asegura Rogelio Rodríguez Pellicer, profesor de Lengua y Literatura y autor de una tesis doctoral sobre dedicatorias impresas-. Recuerdo una, especialmente intrigante, de Pedro Mata, en Corazones sin rumbo, que estaba dedicado "A...". Pueden imaginarse las cábalas respecto a quién era el destinatario. Hay también una novela de José Luis Prado Nogueira dedicada "A X". Y otra de Mercedes Salisachs que la dedica a "T". En todo caso, no conviene olvidar que los lectores no son los receptores de las dedicatorias, sino meros espectadores de una historia, un guiño, una confesión que no se dirige a ellos.» Dentro de estas dedicatorias pretendidamente oscuras, puede citarse la de Julian Barnes en Arthur & George: «A P. K.»

En el otro extremo, los escritores que hacen de la dedicatoria una declaración pública de simpatías y afectos. Onetti, en Juntacadávere, escribe: «Para Susana Soca: por ser la más desnuda forma de la piedad que he conocido; por su talento»; Mario Vargas Llosa, en Conversaciones en La Catedral: «A Luis Loayza, el borgiano del Petit Thouars, y a Abelardo Oquendo, el Delfín, con todo el cariño del sastrecillo valiente, su hermano de entonces y de todavía».

«Salvo que alguien me convenza de lo contrario, los escritores latinoamericanos se distinguen claramente como los grandes dedicadores -sostiene Juan Carlos Bondy, escritor y periodista peruano, autor de un blog sobre la creación literaria-. La mejor dedicatoria que he leído en mi vida la escribió Alfredo Bryce en La última mudanza de Felipe Carrillo: "A Luis León Rupp, a quien siempre recibo en mi casa con una etiqueta negra en el whisky y el corazón en la mano". Otra de Bryce que me parece estupenda está en La vida exagerada de Martín Romaña: "A Sylvie Lafaye de Micheaux, porque es cierto que uno escribe para que lo quieran más". Tampoco están nada mal la de Sabato en El túnel: "A la amistad de Rogelio Frigeiro, que ha resistido todas las vicisitudes de las ideas"; o la de García Márquez, fulminante, en El amor en los tiempos del cólera: "A Mercedes, por supuesto".»

Hospital de sangre. La lista de curiosidades es interminable. Gesualdo Bufalino dedica Perorata del apestado «A quien lo sabe», y Félix Duque Historia de la filosofía moderna. La era de la crítica a su perro, «Argos, el único ser que no me ha abandonado en mi furioso teclear». También Claudio Rodríguez dedicó un libro a Sirio, el perro de Aleixandre, como Arrabal, que mencionó en una de sus dedicatorias a su perrita Blanca. «Se han dedicado libros a un bar, a una ciudad, lo hizo Delibes en El hereje, dedicado a Valladolid; a un ascensor, a un árbol -enumera Rogelio Rodríguez-. Recuerdo una dedicatoria de Miguel Sáinz a su pierna derecha, y otra de Miguel Hernández al muro de un hospital de sangre, y recuerdo una muy simpática de Álvaro de la Iglesia que dice: "A mí, con todo el afecto, de yo".»

Pocos problemas tiene, para dedicar, Enrique Vila-Matas. A poco que se pase revista a sus libros, se puede comprobar que El viaje vertical, París no acaba nunca, El mal de Montano, Bartebly y compañía y Doctor Pasavento tienen, exactamente, la misma dedicatoria: «A Paula de Parma». Sin embargo, en su último libro, Exploradores del abismo, matiza: «A Paula de Parma, molto vivace». Está flaqueando.